La democracia existe hasta el día de la elección. Después de ello, los ciudadanos electores ya no contamos. Tan sólo cuentan los vencedores. Ellos gobernarán a su antojo, no al nuestro. No se sienten nuestros representantes y, en verdad, no lo son. Al gobierno de los vencedores me he permitido llamarlo nicecracia. Nike, victoria. Cratos, poder. El poder de los victoriosos.
Sin embargo, en la democracia nadie gana ni pierde todo. Los resultados se dividen y mientras más politizada está una sociedad, más equilibrados son sus dividendos. Las victorias o las derrotas absolutas son propias de las democracias muy elementales o de las dictaduras muy intolerantes.
Por eso, el partido oficial algo ganó y algo perdió, lo mismo que los partidos opositores. El oficial perdió la mayoría calificada, pero retuvo la mayoría simple. El opositor perdió muchas gubernaturas, pero ganó muchas alcaldías en la entidad insignia del oficialismo. El partido oficial perdió 50 diputados. El partido opositor perdió congresos locales.
Fue una elección organizada, civilizada, pacífica, eficiente, limpia y respetada. El INE es hoy, junto con el Banco de México y la UNAM, una de las instituciones que más nos enorgullecen.
En el futuro inmediato puede ser bueno que el gobierno se aplique a la tarea política de la negociación. Que ya no se contente con ordenar o centavear a sus vasallos ni con amenazar o ningunear a sus opositores. Que se dedique a la noble tarea del entendimiento, del convencimiento, de la tolerancia, de la inclusión y de la concordia. Vale más la aprobación de los opositores que la sumisión de los bisagras. El gran político prefiere convencer hasta a su cocinera y no simplemente ordenarle. Con eso se asegura de siempre comer bien.
Las democracias nuevas pagan muy caro su noviciado. Cuando tienen menos de 30 años de verdadero ejercicio democrático lo pagan con la ilusión, con la decepción o con la depresión. Así como los nuevos ricos no siempre saben qué hacer con sus dineros, los nuevos demócratas no siempre saben qué hacer con sus votos. Los malbaratan y los desperdician.
A aquéllos los estafan los fashionistas, los gourmet, los snob, los gigolós y las putas. A éstos los timan los sabiondos, los mesiánicos, los merolicos, los milagreros y los ilusionistas.
A esto le sigue la decepción electoral. De allí la intensa alternancia. Las últimas cuatro elecciones presidenciales las han ganado tres distintos partidos. Del 2000 al 2018, quien triunfó fue la decepción convertida en rabia. Y eso ha sucedido, también, en las cinco últimas elecciones intermedias, desde 1997 hasta 2021.
Por último, sobreviene la depresión electoral. Lo que más afecta a los electores no es que los gobernantes los hayan traicionado, sino que ellos se hayan equivocado. No lo que les arrebataron los ladinos, sino lo que ellos les entregaron por babosos. Darse cuenta de que ellos no son capaces de elegir bien a sus gobernantes.
Los últimos cuatro presidentes no nos los impusieron ni los expresidentes ni los estadunidenses ni los militares ni las mafias. ¡Nada de eso! Los pusimos nosotros y nadie más. Terrible realidad que nos puede llevar a la depresión.
Hoy estamos muy divididos. La mayoría de los electores no votó a favor de nadie, sino en contra de alguien. Muchos gobernantes no ven opositores, sino enemigos. Algunos piensan que la negociación es defección. Otros siguen creyendo en el todo o nada. Conmigo o en mi contra. Con nosotros, pero sin los otros.
Hace unos días comenté que, en mi lugar de residencia, ganaron todos los candidatos que yo preferí. Y, con cierta ironía, recomendaba a los electores que no tuvieron la misma suerte que no se cambiaran de país, sino que tan sólo se cambiaran de casa.
Pero mi guasa me hizo reflexionar que no nos divide la ideología ni el partidarismo, sino tan sólo nos divide la calzada de Tlalpan. La línea divisoria no entre dos clases económicas ni sociales ni culturales, sino entre dos clases idiosincráticas. O, quizá, entre dos conceptos de política.
José Elías Romero Apis
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